No hace tanto, con el Shala nos caímos en una curva marplatense un día que la garúa le ganó a nuestra prudencia. Humedad, una subida sumada a un acelerado cambio de platos y piñones se conjuraron con la gravedad para mandarnos a la madre tierra. El Shala estaba dormido, por lo que pasó del placer al asfalto a una velocidad probable de 9,8 mts/seg. No fue nada grave; un raspón yo, un susto él. El episodio derivó en una fugaz mirada de censura de una vecina, a la que no le reprochamos su falta de preocupación. Como todos los ciclistas sabemos, una caída es esencialmente una herida al pecado capital del orgullo más allá de sus consecuencias físicas y mecánicas.
Esa caída fue la primera y la única hasta ahora, de los cientos de kilómetros pedaleados y compartidos con el Shala. La flaca fue testigo desde el balcón y evitó toda referencia a la situación durante la sencilla merienda. Su silencio despreocupado fue lo suficientemente largo para no mancillar mi herida narcisista y lo idealmente corto para evitar el trauma. Pero no pude dejar de pensar; solo jactanciosos autodenominados pensadores pueden creer que controlan lo que piensan a voluntad.
Si bien nuestro rumiar no fue ni grave ni dramático, por un momento fuimos casi prisioneros de las especulaciones asustadas que tienen los padres interpretados en las propagandas televisivas de productos lácteos y lavandinas. Estas publicidades tienen el don de vender victoria sobre enemigos bacterianos invisibles, tan invisibles como inverificables. Compramos algo innecesario para una amenaza inexistente, con lo que queda logrado el marketing del temor.
Los raspones como frutillas aportaron cierto realismo a alguna especulación sobre los golpes y los miedos que suelen acosar a padres desprevenidos. Es que algunas amenazas existen más allá de la voz locutada de Pancho Ibáñez. El tránsito infernal, los conductores desinteresados del otro, la falla mecánica, el fallo cardíaco, la torpeza simple y llana. Y uno como padre pedalea por esos miedos intentando una omnipotencia protectora que ningún hijo desea, aunque no dejen de reclamar.
En eso la bici nos dio una cara de humanidad compartida a nuestra relación con el Shala, nos podemos cansar juntos, nos podemos mojar juntos, inclusive como hemos experimentado, nos podemos caer juntos; demostrando que ninguna madre ni ningún padre es inmune a la gravedad compartida.
El remate obvio de las frases sobre caídas suelen derivar en que caerse es esperable, que el asunto es cómo te levantas. Descreo de lo obvio, la caída, física y mítica trabaja todos los días, los mismos en los que nos volvemos a subir en la bicicleta para ir al jardín o a la plaza. Entonces mas que levantarse, la cuestión es qué es lo que hacemos con la caída cuando nos dormimos a la noche, cuando nos despertamos, cuando en la ducha nos imaginamos volviendo a caer, y sin que nada indique que no vuelva a suceder.
Por allí recordé un artículo publicado por Alfredo Moffat en un diario de prosapia, a propósito de la muerte y otros despropósitos. El artículo, de inspiración pichoniana, terminaba con una frase de esas en donde se halla sabiduría inspirada y que con la impunidad de los vivos transcribo:
Padres que no le tienen miedo a la muerte hacen hijos que no le tienen miedo a la vida.
O dicho de modo ciclista
Padres que no les temen a las bicis, crían hijos que no les temen a las caídas.
Publicado en Blog: http://ciclofamilia.wordpress.com
http://ciclofamilia.wordpress.com/2011/04/16/una-caida-y-el-miedo/#comment-159
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