
El domingo pasado mi bici naranja se despidió de mi.
Me dio todo lo que una bici puede dar: innumerables rides urbanos, chicas, grandes compras en el super, velocidad, y mucha onda.
Desde hace un par de semanas sabía que se acercaba el final de nuestra unión.
Todo empezó en un poste de luz, sobre Lacroze y Ciudad de la Paz. Estaba allí, abandonada. De blanco y rosa, con un puño menos, y días despues ninguno. Con las cubiertas desinfladas y resecas.
Es mía- dije. Y a cambio de un chocolatin, lo convencí al vecino chino cuya puerta de casa daba al poste de luz, me dejara enchufar la amoladora para cortar la U china. Y así, nos casamos.
Bajadas de cordón, lomas de burro a alta velocidad, saltitos, chicas en el porta equipajes, una carrera ganada a una bicimoto, transporte de hielo, birra, kilos de fruta y verdura; y más chicas. Todo eso fue generosamente dado por la Naranja a lo largo de tres años.
La horquilla se venció, y sin mucho aviso, en el medio de un sprint, me fuí al piso y deslicé sobre el asfalto; igualito a los motociclistas en carburando.
El resultado: un par de moretones bien grosos, y pocos raspones gracias al invierno.
Ahora se, en carne y hueso que realmente no se le puede pedir más a una bici de lo que está hecha para.
Pero que lindo fue mientras duró.